José Baroja: Autor Destacado de la Semana

Los amigos mendocinos (Argentina) de la naciente Edel Ediciones me han regalado unas palabras en la sección «Autor de la semana», además de compartir dos de mis cuentos breves. Muchísimas gracias, en especial al colega escritor Omar Ochi. A continuación pueden leer la entrada completa.

Fuente original: Edel Ediciones



ACERCA DE JOSÉ BAROJA

(A modo formal)

José Baroja (Valdivia, Chile – 1983). Escritor, editor, docente y locutor. Actualmente reside en Guadalajara, México, junto a su esposa, la escritora tapatía Leyda Mariscal. Cofundador de la revista de artes y letras Sudras y Parias®, en colaboración con los poetas Jaime Magnan y Alfredo O. Torres. Conductor del programa radial La Otra Historia: Fútbol, Literatura y Rock & Pop, creado por el gestor cultural David Meneses Gómez y el poeta chileno Víctor Munita Fritis. Incluido en 2024 en la Enciclopedia de la Literatura en México (ELEM). Entre sus obras destacan: «El curioso caso de la sombra que murió como un recuerdo» (Barcelona, 2018), «El lado oscuro de la sombra y otros ladridos» (Lima, 2020), «No fue un catorce de febrero y otros cuentos» (Barcelona, 2021) y «Sueño en Guadalajara y otros cuentos» (2023).

Fuente: Sitio Oficial: https://escritorjosebaroja.com.mx

Enciclopedia de la Literatura en México: http://www.elem.mx/autor/datos/135517

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(Curiosidades ¿?)

Un autor padece diversos nombres, apodos, motes, anécdotas y prejuicios. Dialogás veinte minutos con los hijos del tiempo y, al pronunciar la palabra «escritor», gritan con la mirada: «Ah, sí. Es el tipo que se sienta frente a la máquina de escribir con una boina y un gato en el hombro», «Me suena, che. Creo que estuvo en una tertulia de loquitos con una copa de absenta en la mano», «No me gustan los escritores ni escribidores ni escribas; siempre andan en las peñas folklóricas con su panza de Papá Noel, su barbita de Pasteur y sus hábitos etílicos», o, si nos situamos en contextos más modernos, comienzan a juzgar la vida del pibe o de la piba under que viste y ama y odia y fuma y explota en sus revoluciones. Tampoco se descarta la idea de la mente atormentada y del club de los suicidas.

Bien. Con este inventario (o bestiario de aire) en mano, nos detenemos frente al José Baroja y, después de corroborar la información de los detectives de sombras que contratamos para no pecar de inconsistencia ni inverosimilitud en nuestras notas, entendemos que el compadre es un viajero instintivo, un humano agradable, amable y generoso, y hasta una paradójica especie de don juan que se dedica a conquistar todos los días a su esposa. Ojo: quizás es miembro de una cofradía, se convierte en Mr. Hyde Baroja cuando nadie lo ve o conspira a favor de extrañas luces y apariencias que desconocemos, pero, al menos, cuando lo sometimos a las pruebas tortuosas de mitomanía y veracidad (los detectives cambiaron de rol), dijo la verdad al afirmar que el caos no siempre es un mal día en Chile, México o en su paso por Mendoza. De hecho, se ganó el apoyo de colegas argentinos, editoriales, revistas, antologías y cazadores de tormentas que no lo conocen en persona, pero devoran sus buenos libros desde el desierto.

El Baroja es autor activo, talentoso, querible y de vuelo internacional. ¿Tiene sus días de mierd@? Quiso negarlo en el último interrogatorio, sin embargo, el autoengaño era su ardor evidente y delator aunque la literatura se parece al arte de la mentira. No obstante, prometimos no nombrar sus pedazos, sino ese perfil admirable que no es un espejismo en el laberinto de espejos; un autor/hombre/nombre también es sus cinco horas de luz, y acá viene la pregunta de la envidia: «Baroja, ¿cuándo fue la última y remota vez que no brillaste?».

Equipo EDEL – 8/10/24


Dos de sus textos:

ISOLDA

«No se nace mujer: se llega a serlo» (Simone de Beauvoir)

La casa rechinaba más que otras veces. Nada extraño, después de todo era una vieja construcción de madera que no solía recibir tantas visitas. Muchas veces sus hijos quisieron llevársela de ahí, sin embargo la viejita siempre dijo que no. Desde la muerte de Sergio, hace unos treinta años, Isolda había aprendido a decir que no y, en consecuencia, aquí estábamos, en su casa de toda la vida. Un hogar construido a pulso de mujer, según ella, que muchos creyeron que se derrumbaría al primer soplo del invierno. Se equivocaron, igual que ella, esa casa se había sostenido en pie. La madera durará lo que tenga durar, le dijo a una antigua vecina que no lograba entender por qué Isolda no aceptaba la invitación de sus hijos. Bueno, tampoco entendía qué hacía una mujer involucrada en Política, ni se cuestionaba por qué ella misma aún vivía con un marido que apenas la miraba. Sea como sea, la casa hoy sonaba como si fueran continuos sollozos de un hombre a punto de perder al amor de su vida. De hombre, pues ella ya no recordaba qué era llorar de tristeza. Isolda, allí, solo esperaba tranquila su último aliento.

Sí, estaba muriendo. Hijos, hijas, nietos y nietas la rodeaban a la espera del inevitable final. Ella, en silencio, observaba intentando comprender tanta tristeza. Que los vivos compadezcan a los vivos, pensó, yo, yo me voy a descansar. Quizá por respeto no lo dijo, pero sí que lo creía. El negro si no es para gala es un desperdicio, reflexionó, impaciente ya por exhalar su alma. Y así hubiera sido de no ser por una inesperada interrupción. Un sacerdote dispuesto a brindarle la extrema unción se había puesto junto a ella. ¿Quién había tenido la mala idea? No importa. Bastó una odiosa sonrisa de él para que ella, agnóstica en secreto desde hace treinta y tres años, decidiera quedarse un poco más. Hecho. Isolda afirmó su alma, movió levemente sus labios y emitió un susurro que solo el más pequeño de sus nietos entendió. Rápido, como un menudísimo Mercurio, corrió hacia ella, acercó su oreja y escuchó. Luego con una prestancia digna de un maestro dijo: «Tengo una confesión que quiero hacer». El niño había interpretado incluso la fuerza con que su bisabuela dirigía antiguas marchas de protesta en la ciudad. Todos allí, incluso el incauto padre, se sorprendieron ahora obligados a escuchar.

Quiero que sepan que no me arrepiento de nada, repitió el chamaco. Su abuelo es hijo de otro hombre, el amor de mi vida. Todos se miraron sorprendidos con un gesto ya sea de estupidez o de hipocresía. De nueve hermanos, Miguel era el único pelirrojo, tan blanco que reflectaba el sol. Sus nietas rieron. ¡Chsss! Cian, era mi patrón, afirmó, larga historia para otro cuento. Isolda entonces miró al sacerdote, levantó sus manos y declamó, con su propia voz, cómo arrepentirme si lo tenía de este tamaño. Primero, silencio. Después, varias sonrisas. Finalmente, carcajadas, mientras el cura permanecía quieto y ruborizado, sin ninguna potestad allí. La arbitraria declaración había cumplido su objetivo. La última gracia de la bisabuela se diría más tarde. Isolda lo sabía. Por eso cerró sus ojos con una sonrisa que llevaría hasta la tumba. Recordó a sus amantes, sus viajes, su vida, todo aquello que hizo cuando se atrevió a ser mujer. Exhaló al fin. Horas después, la casa quedó en silencio.


MIRADAS

«El primer beso no se da con la boca, sino con la mirada». (Tristan Bernard)

Ambos viajaban rumbo a Estación Etiopía, cuando, cautelosamente, se atrevieron a apartar sus ojos de la pequeña pantalla del celular. Lo hicieron, casi como si hubieran escuchado al mismo tiempo sus nombres. Él había abordado el metrobús en Juaréz, el otro chavo, en Balderas, y como era costumbre, solo unos segundos después de subir al camión, ambos ya tenían sus audífonos y una playlist a todo volumen.

No obstante, en Jardín Pushkin, ambos habrían de levantar sus cabezas despreocupándose inusualmente de ese pequeño artefacto que parecía a ratos protegerlos del mundo. Entonces, uno observó hacia su derecha; el otro se atrevió a hacerlo hacia su izquierda. Te hubieras conmovido, sin duda, al notar cómo se encontraron esos ojos, los que repentinamente brillaron llenos de algo parecido a la esperanza. ¿Amor? Hubo romance en esa mirada. Lo hubo. Sin embargo, cuando pasaron por la siguiente estación, todo comenzó a complicarse en un persistente interrogatorio. ¿Le hablo? ¿Y si no le gusto? ¿Qué hará si me acerco? ¿Qué dirá mi familia? ¿Me apoyarán?

Cuando finalmente llegaron a Estación Etiopía, estación terminal, debo agregar, ambos, ya aplastados por sus propias imaginaciones, bajaron la cabeza, más que nunca, esperando que ojalá nadie los hubiera visto. Rápido regresaron a sus pequeñas pantallas, resguardándose allí para luego salir huyendo de sus propias vidas.